Pintado en 1650, es un óleo sobre tela, de 140 x 120 cm.
(Gallería Doria Pamphili, Roma). Inocencio X tendría 66 años cuando le retrató
Velázquez, pero dicen que se conservaba muy bien, siendo famoso por su
vitalidad, además de por su fealdad, que algunos pensaban incluso que le
descalificaba para ser papa; de todas maneras la fealdad fue bastante suavizada
por el pintor.
Es otra obra
cumbre del segundo viaje a Italia y se considera como su mejor obra como
retratista. «El retrato que hizo al papa Inocencio X no tiene parangón en el
mundo», dice Xavier de Salas. El propio pontífice así lo reconoce cuando
exclama al descubrirlo: «Tropo vero» (¡Demasiado verdadero!).
Representa al
Papa sentado sobre un sillón, vestido con encajes blancos realizados con
rápidos brochazos que anticipan el impresionismo. Los
ropajes están captados con el mayor realismo, obteniendo una increíble calidad
en las telas a pesar de la pincelada suelta, que ofrece toda la gama de rojos
existente. De rojo sobre rojo: sobre un cortinaje rojo, resalta el sillón rojo,
y sobre éste el ropaje del papa. La sinfonía de los rojos de distintas
tonalidades se esparcen por el cuadro: en el sillón, en la casulla papal de raso,
en el gorro... En la mano, el pontífice sostiene un pliego de papel con la
petición de Velázquez para que interceda a su favor ante el rey de España para
conseguir el título de don. De todo el
retrato destaca el rostro, donde Velázquez capta el
alma del retratado; Inocencio X tenía fama de estar siempre alerta, desconfiado
e infatigable en el desempeño de su cargo. Tan incisivo y natural aparece aquí el Papa,
que sobrecoge al que lo contempla.
R.R.C.