Pintado entre 1634 y 1635, es un óleo sobre tela de 307 x
Velázquez resuelve la estructura, en una obra de dimensiones tan grandes, con una composición en forma de U de brazos abiertos en un primer plano, y aloja en esa concavidad un segundo plano de gran luminosidad. La escena se organiza en torno a dos bastidores de fuerte sabor teatral: los soldados de la izquierda y el gran caballo situado en contundente escorzo que domina la parte derecha. Los dos grupos se separan de manera simétrica, para dejar el centro de la acción al encuentro de los dos generales. Ambos han descendido de su caballo y aparecen ligeramente en un segundo plano, sobre el fondo de un paisaje desolado, en el que podemos ver, el aire, la atmósfera acuosa que se interpone entre los personajes y el fondo, todavía humeante, que nos recuerda el reciente acontecimiento bélico, toda una lección magistral de perspectiva aérea, en la que Velázquez se mostró un contumaz experto, como podemos comprobar en éste y otros cuadros suyos.
Con una espléndida invención pictórica, Velázquez ha insertado la “pantalla” móvil de las picas levantadas en alto, situadas a contraluz para separar el proscenio del fondo distante, con el paisaje que se pierde en la lejanía bajo una luz lívida. En las filas de soldados, caracterizados individualmente, es decir, tratados como personas retratadas, no se advierten gestos memorables, pero algunos de ellos introducen al espectador en el cuadro, como el que aparece a nuestra izquierda, vestido de verde, o el autorretrato del propio pintor, situado en el pequeño hueco de la derecha entre la cabeza del magnífico caballo y el pendón azul y blanco que cruza la escena en diagonal.
Es la representación de un hecho importante, un gran retrato histórico, pero sobre todo, desde el punto de vista pictórico, es uno de los ejemplos más significativos de la concordancia luz-espacio-color en Velázquez.