En el Antiguo Testamento nos encontramos con una historia que nos recuerda bastante a la narrada en el Génesis entre José y la mujer de Putifar, pero en este caso, la protagonista es una bella y atractiva mujer hija de Jilquías, llamada Susana y desposada con un hombre joven y muy rico de nombre Joaquín. Vivía en una lujosa casa, con un precioso y enorme jardín, en los tiempos en el que el pueblo judío se encontraba cautivo en Babilonia en el siglo VI antes de J.C., bajo la autoridad del rey Nabucodonosor. Aparece narrada en un apéndice del libro de Daniel, uno de los últimos del Antiguo Testamento y escrito por un personaje anónimo, probablemente en el siglo II antes de Cristo, y atribuido a un tal Daniel, profeta cuatro siglos anterior, con el fin de dotar a la obra de una mayor autoridad. No obstante, las preocupaciones, expectativas y conocimientos que demuestra su autor de los acontecimientos que tuvieron lugar en el siglo II antes de nuestra era, cuando la dinastía Seléucida gobernaba un amplio territorio que incluía la Tierra Prometida, indican que es ahora cuando fue redactado, y no entonces. Por otra parte, el hecho de ponerlo en el haber del profeta Daniel, de la época de Nabucodonosor, no ha ayudado a la identificación del verdadero autor.
En esta historia, al contrario de lo que
sucede en la de José, la casta y la pura, la que actúa de acuerdo con los
mandamientos de Dios, en los que su padre la educó fue la mujer casada,
mientras que los personajes viles y falsos fueron los dos viejos jueces,
convertidos en dos viejos verdes, olvidando así la confianza que el pueblo de
Israel había depositado en ellos y la prudencia que se les presupone a su avanzada
edad.
Ha sido un tema muy recurrido en la
Historia del Arte, especialmente en aquellas épocas en las que el desnudo,
especialmente el femenino, no estaba bien visto, o bien estaba prohibido. Los
pintores aprovechaban este tema bíblico para poder representar a una mujer
desnuda, sin tener que dar explicaciones por ello. Algo parecido ocurría en la
Grecia antigua, cuando utilizaban las entradas o salidas del baño de la diosa
Venus, momento escogido por los escultores para representarla sin ropa.
La
historia de Susana y los viejos abarca todo el capítulo 13 del libro de Daniel.
Es como sigue:
Vivía en Babilonia un hombre que se
llamaba Joaquín y se había casado con una mujer muy bella y temerosa de Dios,
de nombre Susana. Sus padres eran justos y la habían educado según la ley de
Moisés. Los judíos solían acudir a él por ser el más importante de todos, entre
ellos dos ancianos que habían sido nombrados jueces, encargados de solucionar
los litigios que se presentaban entre los miembros de su pueblo. Cuando todos
se iban, Susana entraba a pasear por el jardín de su marido. Pero los dos
ancianos procuraban verla todos los días y pronto empezaron a desearla, hasta
el punto de perder la cabeza por ella, olvidado su reputación y el alto cargo
que ostentaban. Pero no se descubrieron mutuamente su secreto por la vergüenza
que les provocaría ver su deseo descubierto por el otro. Todos los días
trataban afanosamente de verla, se había convertido el asunto en una obsesión, de
manera que no podían ocultarlo más. Se confesaron mutuamente la pasión que
sentían por ella, y acordaron buscar el momento propicio para abordarla a solas
y conseguir sus objetivos libidinosos.
Llegó el momento cuando un día caluroso
Susana entró en el jadían acompañada por dos jóvenes doncellas, y le apeteció
tomar un baño refrescante aprovechando que allí no había nadie. Bueno, eso
creía ella, pues escondidos y al acecho se encontraban los dos ancianos.
Mientras tanto ella mandó a sus doncellas por aceite y perfumes, con el
encargo de cerrar las puertas del jardín para su mayor tranquilidad y no ser
observada por alguna mirada indiscreta.
Una vez que la vieron sola los dos
ancianos salieron corriendo, tanto como les permitía su edad, con el objeto de
abordarla. Intentaron convencerla para que se entregase a sus deseos y, si no
lo hacía, la amenazaron con dar falso testimonio contra ella, acusándola de
haber sido testigos de cómo yacía con un joven debajo de un árbol del jardín.
La amenaza no hizo su efecto y prefirió ser lapidada por esa acusación, tal y
como preveía la Ley en estos casos de adulterio, antes de acceder a sus
pretensiones, pues no serían bien vistas a los ojos de Dios. Susana
empezó a gritar, al igual que los ancianos; ante el griterío, los criados se
precipitaron para ver qué pasaba, y cuando los ancianos contaron su historia,
los criados se quedaron confundidos por la buena opinión que tenían de ella.
Al día siguiente, con el pueblo reunido en
casa de su marido, se presentaron ambos llenos de maldad. Susana, la hija de
Jilquías y mujer de Joaquín fue mandada a buscar. Compareció acompañada de toda
su familia, incluidos sus hijos. Todos los que la querían se mostraron
llorosos, mientras ella depositaba todas sus esperanzas en Dios. Los ancianos
contaron su falsa historia, afirmando que sorprendieron juntos a Susana y al
joven, pero que éste no pudieron atraparlo y escapó, porque debido a su
juventud era más rápido que ellos, además de negarse la acusada a revelarles
su nombre. Pese a lo cual, fueron testigos de todo lo ocurrido y, con lo mismo,
debía de ser suficiente.
La asamblea les creyó y fue condenada a
muerte. En su desgracia, Susana gritó encomendándose a Dios. El Señor la
escuchó, y cuando era conducida a la ejecución un jovencito llamado Daniel
habló a su favor y, contra todo pronóstico, el pueblo atendió su llamamiento.
El joven propuso interrogar por separado a ambos ancianos, para comprobar si
había alguna contradicción en sus declaraciones. Como así ocurrió, cuando les
preguntó por la clase de árbol bajo el que se encontraba la protagonista cuando
fue sorprendida por ellos. Mientras uno dijo una acacia, el otro contestó una
encina (esta sencilla idea de preguntar por separado, era valiosa para
averiguar la verdad y, hasta cierto punto, se adelanta a su época. Pero ¡pobres
de ellos! si no entendían de árboles). Ante
esta contradicción, el pueblo proclamó la inocencia de Susana y la culpabilidad
de los dos ancianos, que fueron sometidos a la misma pena que ellos querían
aplicar a la honrada y bella esposa. Les dieron muerte y, aquel día, se salvó
una sangre inocente. Toda su familia dio gracias a Dios, por el hecho, de que
nada indigno había cometido nuestra heroína. Y, desde ese mismo momento, el
joven Daniel, el profeta Daniel, fue grande a los ojos del pueblo.
Al igual que ocurre con la narración
bíblica de la historia de José con la mujer de Putifar, nos encontramos ante un
relato similar, en donde lo importante no es la naturaleza histórica de ambas,
si ocurrieron realmente o no esos hechos, que evidentemente son inventados, al
menos, eso creo. Pero no se trata de engañar nadie, sino de transmitir un
mensaje: la confianza y la obediencia a las leyes de Dios. El que así actúa,
siempre encuentra su recompensa, aunque ésta parezca, a veces, no llegar. Dios
no defrauda nunca a los que persisten en su voluntad. Y este es el fin que
persiguen los autores bíblicos con estas bellas aventuras, que llenaban de
encanto y optimismo las duras condiciones de vida que, habitualmente, tuvo que
soportar el pueblo judío en momentos muy difíciles de su historia.
Necesitado de esperanza y confianza en
Dios, los autores sagrados y profetas con sus relatos; propuestos como ejemplos
a seguir, colaboraron a ello. En definitiva, lo que importa es el mensaje, no
si tal o cual episodio, aconteció de verdad. Recordemos, que Jesucristo contaba
parábolas (que no habían sucedido, como todos sabemos) tanto a sus discípulos
como a seguidores, con el objetivo de instruirle y orientarlos en su quehacer
diario. Y, en última instancia, inculcar en sus corazones: la confianza, la
obediencia debida y el amor a Dios.
Son muchos los creadores, que con sus
pinceles, han plasmado en sus lienzos este asunto desde el Renacimiento hasta
nuestros días. En el comentario de los mismos no entraré de momento, quizá en
otra ocasión me preocupe de ello. Hasta un poema le dedicó Jorge Guillén*. Por
último, que sirva de muestra para ilustrar esta entrada, la pintura de Guercino
fechada en 1617 y conservada en el Museo del Prado, en donde enfatiza las
actitudes contrapuestas de ambos vejestorios, de tal manera, que en un juego
ilusionista propio del arte Barroco, provocan en el espectador la ilusión de
ser testigo de los hechos, e incluso que participa en ellos como voyeurs. En
fin, qué le vamos a hacer.
R.R.C.
*Poema Susana Y Los Viejos de Jorge Guillen
Furtivos,
silenciosos, tensos, avizorantes,
se deslizan,
escrutan y apartando la rama
alargan sus
miradas hasta el lugar del drama:
el choque de un
desnudo con los sueños de antes.
A solas y soñando ya han sido los amantes
posibles,
inminentes, en visión, de la dama.
Tal desnudez
real ahora los inflama
que los viejos
se asoman, tímidos estudiantes.
¿Son viejos?
Eso cuentan. Es cómputo oficial.
En su carne se
sienten, se afirman juveniles
porque lo son.
Susana surge ante su deseo,
que conserva un impulso
cándido de caudal.
Otoños hay con
cimas y ráfagas de abriles.
-Ah, Susana.
-¡Qué horror! -Perdóname. ¡Te veo!