En la plaza de la Concordia de París se levanta este impresionante y bello monolito de granito rosa de Asuán, apuntando al cielo de la capital francesa y protegiendo a ésta de conjuros y negatividades que pudiesen venir de él, tal y como creían los antiguos egipcios, constructores de estos impresionantes monumentos que situaban por parejas delante de las torres (Pilonos) de sus templos, para salvaguardarlos de las malas energías que descendiesen de lo alto. Consagrado por el gran faraón Ramsés II formaba pareja con otro obelisco colocado delante del templo de la ciudad egipcia de Luxor, y tiene una antigüedad de unos de tres mil doscientos años, una altura de 23 metros y un peso de 230 000 kilos. No sólo es el único obelisco que se encuentra fuera de Egipto, pues otras muchas capitales de distintos países también cuentan con estos preciados y hermosos monumentos. Concretamente, Roma es la ciudad que más tiene, luce trece de ellos; también los podemos ver en Estambul, Londres y Nueva York. En la parte superior del obelisco, nos encontramos con el piramidión, su remate final, que en palabras de Cristian Jacq, simboliza la piedra de los orígenes que emergió del océano primordial en la primera mañana del universo. Estaba recubierto de oro, metal del que los egipcios afirmaban que era la “carne de los dioses”.
En el obelisco de París, destacan los
nombres con los que aparece Ramsés II, están escritos en cartuchos (shen, como
los denominaban los egipcios), óvalos alargados que terminan en un nudo y que
evocan el universo sobre el que el faraón ejercía su poder. Por otro lado,
presenta inscripciones jeroglíficas en sus cuatro caras, traducidas todas ellas
en el libro El enigma de la piedra del egiptólogo francés ya mencionado Cristian Jack, doctorado en la
Sorbona, y cuyo texto seguiré en adelante.
Jean François Champollion, el hombre
genial que descifró los jeroglíficos en el siglo XIX, tuvo noticias de que los
ingleses andaban detrás de la compra de varios obeliscos. El científico, se
transformó en hombre de negocios y propuso a las autoridades egipcias del
momento, trasladar a París el monolito de Luxor por 300 000 francos de
la época, un deseo con el que siempre había soñado Napoleón. En 1829 regresa
Champollion a su país con la promesa de que el obelisco escogido iría a
París. Una vez cobrada la suma acordada,
el ingeniero Jean Baptiste
Apollinaire Lebas se encargó del
traslado.
Para tan ingente tarea se construyó un
barco especial, el “Luxor”. Todo un acierto la elección del nombre, que partió
del puerto francés del Tolón en abril de 1833, para regresar al puerto de
partida tras una travesía de cuarenta días, pero no llegaría a París hasta
finales de diciembre del mismo año, para ser finalmente erigido en su ubicación
actual, la plaza de la Concordia , en presencia de una gran multitud de
curiosos, se calculan unas 250 000 personas, el 25 de octubre de 1836.
Cuando se estaba llevando a cabo el plan, el momento de mayor tensión se
produjo cuando las cuerdas que estaban utilizando para ponerlo en pie empezaron a resquebrajarse amenazando con romperse, en ese mismo momento salió
una voz del público que presenciaba el hecho “¡mojad las cuerdas!”*, y éstas resistieron. La operación concluyó con
éxito, por fin descansó el ingeniero Lebas después de la tensa espera. Misión
cumplida. Desde ese momento se convirtió en el monumento más antiguo de París,
en el más veterano protector de la capital, como dirían los egipcios de aquella época,
ya que, Tejen, es como denominaban a los obeliscos, término que significa protección o defensa. En la actualidad, por
su privilegiada ubicación es observado por miles y miles de personas
diariamente.
*Según nos informa Cristian Jacq en un anexo de su libro mencionado.
Nota: Si pinchas en shen, podrás escribir tu nombre en un cartucho en caracteres jeroglíficos.
R.R.C.
R.R.C.