Contaré unas anécdotas previas antes de meterme de lleno en averiguar quién pudo ser
el primer lameculos de la historia.
Por esa misma época, otro profesor de la Universidad tuvo un hijo, una muy buena noticia para celebrar, sin duda, por él mismo, familiares y allegados. ¡Ah! se me olvidaba, y por los aduladores que, prestos, formaron un comité de recogida de dinero para comprar una medallita de oro para el bebé y celebrar también nosotros el feliz acontecimiento. Tocamos a tres euros cada uno, quinientas pesetas de la época, que eran para mí, una suma considerable, pues era lo único que disponía para pasar la semana con la que entonces era mi novia que con el tiempo se convertiría en mi mujer. Pero esto no fue lo peor, ya que me sentí comprometido a asistir al bochornoso espectáculo de entrega de la medalla, con discurso del lameculos principal incluido. Menos mal que me pude situar en un discreto lugar y pasar lo más desapercibido posible. Poco después, otra profesora, compañera del anterior, tuvo un hijo y nadie dijo de regalarle nada. Por la sencilla razón de que ésta no se dejaba adular y su relación con los alumnos era, en mi opinión, correcta. En honor a ella debo decir que era una brillante profesora donde las haya de la que guardo un grato recuerdo.
La primera de ellas tuvo lugar en uno de
los pasillos de la Universidad, cuando nos encontrábamos allí un grupo de
alumnos descansando entre clase y clase. Un profesor se nos acercó y nos dijo “me sé el nombre de
todos menos el tuyo”, refiriéndose a mí, naturalmente. Todavía no me explico
cómo me sucedió, pero contesté: “no merezco tan alto honor”, simplemente pensé
en voz alta. No quería decirlo, pero se me escapó. Lógicamente, el profesor me
pidió explicaciones y siento decir que no recuerdo como salí de ese embrollo.
Pero si sé por qué lo dije, pues pensaba que era el único de los allí presentes
que no le había hecho la pelota, y es más, ni pensaba hacérsela. Ni a ese, ni a
ningún otro profesor. Motivo por el que no sabía mí nombre.
Por esa misma época, otro profesor de la Universidad tuvo un hijo, una muy buena noticia para celebrar, sin duda, por él mismo, familiares y allegados. ¡Ah! se me olvidaba, y por los aduladores que, prestos, formaron un comité de recogida de dinero para comprar una medallita de oro para el bebé y celebrar también nosotros el feliz acontecimiento. Tocamos a tres euros cada uno, quinientas pesetas de la época, que eran para mí, una suma considerable, pues era lo único que disponía para pasar la semana con la que entonces era mi novia que con el tiempo se convertiría en mi mujer. Pero esto no fue lo peor, ya que me sentí comprometido a asistir al bochornoso espectáculo de entrega de la medalla, con discurso del lameculos principal incluido. Menos mal que me pude situar en un discreto lugar y pasar lo más desapercibido posible. Poco después, otra profesora, compañera del anterior, tuvo un hijo y nadie dijo de regalarle nada. Por la sencilla razón de que ésta no se dejaba adular y su relación con los alumnos era, en mi opinión, correcta. En honor a ella debo decir que era una brillante profesora donde las haya de la que guardo un grato recuerdo.
Un capítulo aparte* merecerían esos “arrimaos” que se van quedando en la Universidad,
porque no saben ir a ninguna otra parte y a base de ejercer como pelotas se
hacen un hueco, a la espera de que se convoque una plaza expresamente para
ellos y que un tribunal de amiguetes sea el encargado de concederla. Cualquier
otra oposición, serían incapaces de aprobarla. Encima, van de intelectuales por
la vida. ¡Hay que fastidiarse! Un compañero mío de trabajo me confesó hace ya
varios años que se encontraba muy nervioso, porque su mujer llevaba
muchos cursos como ayudante en una Facultad de Murcia, se presentaba esa misma
mañana para conseguir una plaza fija, y que la calificación se expondría en la
puerta del Departamento al que optaba esa misma tarde. Además, me confirmó, que
parte del tribunal estaba integrado por compañeros suyos. Le pregunté qué
cuantos se presentaban, y me contestó que: “ella sola, pero siempre podría
ocurrir algo”. No se preocupen, no ocurrió nada y obtuvo su “merecida”
plaza.
Bien, retomando el título de la entrada,
veremos como la historia si no se repite del todo, sí lo hace al menos en
parte, como se demuestra en el estudio de un curioso texto que tiene una
antigüedad de más de cuatro mil años y cuyos fragmentos escritos en una
tablilla, en escritura cuneiforme, han sido traducidos. El sumerólogo y gran
erudito en historia de Mesopotamia Samuel Noah Kramer, en su conocido libro: La
historia empieza en Sumer, narra la crónica del primer pelotilla oficial del
que se tiene noticia. Es un ensayo sumerio, compuesto por un maestro de escuela
anónimo, de la vida cotidiana de un estudiante. En él nos informa con palabras
sencillas hasta qué punto la naturaleza humana, en opinión de Kramer, ha
permanecido inmutable desde hace miles de años.
El estudiante sumerio de quién se habla en
el ensayo teme llegar tarde a la escuela y que el maestro lo castigue por esto.
Al despertar apremia a su madre para que rápidamente le prepare el desayuno. En
la escuela, cada vez que se porta mal, es azotado por el maestro o uno de sus
ayudantes (que no se preocupen los padres con niños que eso ahora no pasa, más
bien al revés). En cuanto al salario del maestro era tan escaso como lo es hoy
en día (ya sé que mucha gente piensa que ganan mucho, no hacen nada y tienen
demasiadas vacaciones, el problema es que no es verdad, recuerden que el presidente del Gobierno español Zapatero ya
les bajó el sueldo y el Ejecutivo del Partido Popular se lo congeló, le aumentó
la jornada laboral y le quitó la paga extra entre aplausos de sus diputados). En
esta situación de escasez económica, el maestro aprovechaba cualquier ocasión
de mejorar con algún suplemento por parte de los padres.
El texto en cuestión comienza con esta
pregunta directa al alumno: ¿Adónde has ido desde tu más tierna infancia? Él
responde: he ido a la escuela. El autor insiste: ¿qué has hecho en la escuela?
Acto seguido viene la respuesta del alumno, que ocupa más de la mitad del
documento y en esencia dice: “he recitado mi tablilla, he desayunado, he
preparado mi nueva tablilla, la he llenado de escritura, la he terminado;
después me han indicado mi recitación y, por la tarde, me han señalado mi
ejercicio de escritura. Al terminar la clase he ido a mi casa, he entrado en
ella y me he encontrado con mi padre que estaba sentado. He hablado a mi padre
de mi ejercicio de escritura, después le he recitado mi tablilla, y mi padre se
ha quedado muy contento… Al día siguiente, muy temprano me he vuelto hacia mi
madre y le he dicho: dame mi desayuno, que tengo que ir a la escuela”. Mi madre
me lo ha dado y me he puesto en camino. En la escuela, el vigilante de turno me
ha dicho: “¿por qué has llegado tarde?” Asustado y con el corazón que se me
salía por la boca, he ido al encuentro de mi maestro y le he hecho una
respetuosa reverencia.
De
nada le sirvió, pues ese día tuvo que aguantar el látigo varias veces,
castigado por uno de sus maestros por haberse levantado en la clase, castigado
por otro por haber hablado o por haber salido indebidamente por la puerta
grande. Y encima el profesor le dice: “tu escritura no es satisfactoria”, por lo
que tuvo que sufrir un nuevo castigo. En fin, todo esto fue demasiado para el
chico, ¡lo que hubiese ganado si no hubiera ido a la escuela ese día! En
consecuencia, insinuó a su padre que tal vez fuera una buena idea invitar al
maestro a la casa y suavizarlo con algunos regalos. Lo cual constituye un acto
de adulación en toda regla y del que tenemos noticia por primera vez.
El padre dio la razón a su hijo (como
tantas veces ocurre hoy en día, la tenga, o no), pero en este caso invitaron
al maestro a casa del alumno y nada más entrar lo sentaron en el sitio de
honor. El muchacho le sirvió y le rodeó de atenciones y de todo lo que había
aprendido sobre escritura hizo ostentación ante su padre. El progenitor no se
quedó corto, ofreció vino al maestro y le agasajó, le vistió con un traje
nuevo, le ofreció un obsequio y le puso un anillo en el dedo. Conquistado por
tanta generosidad, ahora el maestro tomó la palabra y empezó a hacer
comentarios elogiosos al alumno, entre otros, deseándole que pudiera conseguir
el más alto rango entre los escolares. Afirmaba que cumplió bien sus tareas académicas
y que se había transformado en un hombre de saber. Con estas entusiastas
palabras por parte del maestro termina el ensayo, redactado en escritura
cuneiforme sobre arcilla. De esto hace, más de cuatro mil años.
Por último, hay que decir que esta pequeña
obra tuvo que ser muy popular in illo tempore, como prueba el hecho de haber
encontrado más de veinte copias de la misma, repartidas por distintas ciudades
del mundo. Y pregunto: ¿cuántos lameculos habrá entre los políticos españoles? Incalculable.
*Lógicamente no me refiero a todas aquellas personas
valiosas que se quedan en la Universidad, pero sí, a un número
considerable de pelotas y pelotillas que habitualmente hay. Esos que para
rellenar sus currículums no paran de publicar artículos, articulillos y
librillos que a nadie interesan, salvo a sus alumnos a los que obligan a
leerlos y comprarlos, según el caso.
Nota: La imagen que encabeza el texto la
he obtenido de Internet, aunque no aparece firmada, todo indica que su autor es
Forges.
R.R.C.