De todos es sabido que el cristianismo ha utilizado muchas tradiciones, fiestas, celebraciones, u otras costumbres paganas romanas, o de otras civilizaciones, y las ha hecho suyas dotándolas de un nuevo simbolismo acorde con la nueva doctrina. Nada que objetar al hecho de que las distintas culturas se interrelacionan y enriquecen con ello, y la religión cristiana no pudo abstraerse a esta, digamos, “ley universal”. Hay quien aprovecha esta realidad para restar originalidad y credibilidad a la nueva religión, que irá ganando terreno al paganismo del Imperio a partir del siglo III. Bien, el árbol de Navidad encuentra sus raíces en el norte de Europa precristiana a principios de la Edad Media. Pero cuando a este territorio llega la buena nueva religiosa allá por el siglo VII, al árbol navideño se le dota de una nueva simbología por los evangelizadores de estos lugares, conforme a las recientes creencias.
Para empezar,
recordar que en la descripción del Paraíso
terrenal que nos transmite el Génesis, nos habla de la existencia de dos
árboles fundamentales en la relación del hombre con Dios: el árbol de la
ciencia del bien y de mal, del que le estaba prohibido comer sus frutos al ser
humano porque le ocasionaría la muerte y, al lado de éste, el menos conocido
árbol de la vida, que le daría la inmortalidad. Como todos sabemos, el hombre
eligió mal y comió el fruto del árbol vedado. Es precisamente al proscrito el que representa
el árbol de Navidad, con sus adornos y esferas que recuerdan las manzanas (alegorías
de la tentación en la que cayeron Adán y Eva), que se colocaban al principio de
esta tradición navideña. Ahora bien, no está todo perdido, ya que las velas con
las que se adornaba el árbol y que hoy en día han sido sustituidas por
bombillas, simbolizan la luz redentora y salvífica de Cristo, que vino a
iluminar al mundo como nos recuerda el evangelio de San Juan. La estrella de
Belén que colocamos en su parte superior es la misma que guio a los Reyes
Magos en su búsqueda del Mesías, igual que nos debe de guiar a nosotros ahora. Además,
los lazos que la gente suele colocar en sus abetos o pinos navideños simbolizan
la unión de la familia cristiana, especialmente en estas fechas que conmemoran
el nacimiento de Cristo. Profundizando un poco más en el simbolismo de esta
tradición, se podría añadir que la forma triangular que presentan estas plantas
coníferas simbolizaría el misterio de la Santísima Trinidad; y el verdor duradero
de sus hojas perennes nos conduciría a relacionar este hecho con la vida
eterna.
Por último, papas
como Juan Pablo II, o el mismo Benedicto XVI, hicieron durante sus pontificados
declaraciones elogiosas sobre la utilización del árbol de Navidad por parte de
los cristianos de todo el Mundo, a pesar de las reticencias que muchos
religiosos muestran a este adorno por considerarlo pagano, o poco católico. Solo
hay que ver el enorme árbol que coloca el Vaticano todos los años en la plaza
de San Pedro por esas fechas.
R.R.C.