Hasta en
tres ocasiones se menciona en el Antiguo Testamento y más concretamente en el
Pentateuco (los cinco primeros libros que integran la Biblia), lo que para los judíos es La Torá,
es decir, la Ley de Moisés, este mandato de Yahvé a su pueblo de no cocer el
cabrito en la leche de su madre. En primer lugar, lo leemos en el Éxodo cap. 24
vers. 19, en donde aparece al final de una serie de normas que el pueblo
elegido tenía que cumplir en la celebración de las fiestas en Israel. También
lo encontramos en el Deuteronomio cap. 14 vers. 21 como colofón de una serie de
preceptos de carácter alimenticio. En
tercer lugar, y lo dejo para el final, porque se encuentra en un contexto,
digamos más especial, aparece como último mandato en
el cap. 34 vers. 26 del Éxodo, en una narración comprendida entre los versículos
14 al 26 y que algunos estudiosos han convenido llamar “decálogo cultual”,
diferente al que aparece en el cap. 20 del mismo libro, los tradicionales Diez
Mandamientos que todos conocemos y que al menos antes nos enseñaban en la
escuela. Igualmente, se le llama Código yahvista de la Alianza, el cual trataría sobre prescripciones cultuales: fiestas, primicias, sacrificios; además del
descanso sabático y de la prohibición de la idolatría, que también se
encuentran en los Diez Mandamientos, por cierto, lo único en común que tendrían
los dos decálogos: el tradicional compuesto por preceptos morales y el cultual
compuesto por mandatos rituales. Ahora bien, aunque no hay conformidad en su
distribución en diez mandamientos, los dos versículos siguientes al 26 que
acabamos de ver dicen: “Dijo Yahveh a Moisés: consigna por escrito estas
palabras, pues a tenor de ellas hago alianza contigo y con Israel. Moisés
estuvo allí con Yahveh cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber
agua. Y escribió en las tablas las palabras de la alianza, las diez palabras”.
Aunque se puedan hacer otras interpretaciones de estas líneas, hay quién lo
hace como una prueba de que nos encontramos ante un nuevo decálogo, ¿o más
antiguo que el tradicional conocido por todos? Ya veremos más adelante.
Bien, ¿pero cómo quedaría formulado un
decálogo de los versículos 14 al 26 del capítulo 34 del Éxodo? Según recoge el
antropólogo británico y experto en historia de las religiones J.G. Frazer en su
libro El folklore en el Antiguo Testamento y que atribuye al profesor
Kennett, este sería el resultado:
1. Yo soy Yahveh, tu Dios; no adorarás a
otro Dios (v.14)
2. Guardarás la fiesta de los ácimos;
durante siete días comerás panes ácimos (v.18)
3. Todo primer nacido es mío, y todo
primer parto macho de tu ganado, ya mayor, ya menor (v.19)
4. Guardarás mi sábado; seis días trabajarás,
más en el séptimo descansarás (v.21)
5. Celebrarás la fiesta de las semanas, de
las primicias de la siega del trigo (v.22)
6. La fiesta de la recolección celebrarás,
al tornar el año (v. 22)
7. No sacrificarás la sangre de mi sacrificio
junto con pan fermentado (v.25)
8. No guardarás hasta la mañana siguiente
la grasa del sacrificio de la fiesta de la Pascua
9. Las primicias de los primeros frutos de
tu tierra traerás a la casa de Yahveh, tu Dios (v. 26)
10. No cocerás el cabrito en la leche de
su madre (v.26)
Frazer publica otra versión de diferente
autor, además de la que acabamos de leer, que presenta ciertas divergencias,
pero coincide en el aspecto que aquí nos ocupa, o sea, en lo que vendría a ser
el décimo mandamiento: No cocerás el
cabrito en la leche de su madre, de esta versión llamada, a veces, cultual
de los Diez Mandamientos.
Cabría plantearse dos preguntas. En primer
lugar, por los motivos de esta prohibición y en segunda instancia ¿es tan importante
como para elevarla al rango de mandamiento, aunque aparezca en décimo lugar?
Cuestión aparte sería la antigüedad de este decálogo, que aunque aparece como
posterior al tradicional, para Frazer es anterior, ya que se trata de normas
rituales, a las que hay que presuponerles una antigüedad mayor que a las normas
morales que componen los Diez Mandamientos, por el simple hecho de que cualquier
sociedad evoluciona en este sentido, de lo ritual a lo moral, y no al revés, lo
que supondría una involución. Esa es la labor que reserva a los profetas del
Antiguo Testamento, el conducir al pueblo de Israel del decálogo primitivo que
no se preocupaba por el hombre y sus relaciones con los demás, al nuevo que sí
lo hace, con mandatos tan contundentes como: no matarás, no robarás, no
levantarás falso testimonio..., lo cual llevará a la sociedad a unos niveles
de exigencia moral mucho más elevados, con lo que se avanzaría en
la dirección adecuada. Sin embargo,
el eminente exégeta M. García Cordero sostiene lo contrario, y esto parece ser
la postura generalizada de la iglesia, que esta serie de prescripciones
relativas a las fiestas de carácter agrícola y a los sacrificios refleja ya
una sociedad sedentarizada. Por ello son
posteriores a Moisés, cuando el pueblo elegido todavía era nómada.
Sobre la práctica pagana o idolátrica de
cocinar carne de cabrito en leche de su madre no se conocen antecedentes
seguros. Según las notas a pie de página de los traductores al español de La
Biblia de Jerusalén, ésta era una costumbre cananea señalada en los textos de
Ugarit. Hay quien va más allá y apunta que esta prohibición alude a un rito mágico practicado por dichos
cananeos, que consistía en cocinar un cabrito en leche (quizá la leche de su
madre, normalmente es el animal que más a mano tendrían) y rociar con ella
luego el suelo para hacerlo más productivo. En definitiva, estaríamos ante la
presencia de un ritual mágico, de pueblos que habitaron la misma tierra que los
judíos, Canaán, y que Yahveh trataría de evitar entre los suyos, elevando la
norma prohibitiva al rango de mandamiento.
También podemos ir por otros derroteros y
buscar a este mandato un sentido espiritual que nos ayude a entender su
contundencia in illo tempore, ya que, en el fondo, lo que se trataría de inculcar
en la conducta del hombre es la virtud de la misericordia, por la crueldad que
suponía el hecho de comer la carne del cabrito preparada en la leche de su
propia madre, de la misma que le serviría a él para crecer y desarrollarse,
según el orden natural impuesto por Dios, se utilizaría para todo lo contrario, es decir, para cocinarlo una vez muerto. La leche, fuente de vida en La Torá, la
emplearíamos para preparar la carne que vamos a comer, símbolo de muerte, pues
así tiene que estar el animal para degustarlo. Si la leche es símbolo de vida
en el Pentateuco, la carne es todo lo contrario, símbolo de muerte, y ambas
cosas no se deben mezclar, no pueden ir juntas, un buen judío no debe
deleitarse con esta práctica, sería una muestra de su insensibilidad, y todavía hoy se puede observar en
personas de esa religión, que después de consumir leche tienen que
esperar un tiempo para poder consumir carne. Así que, esta prohibición también
conlleva una conducta de orden alimentario.
Por otra parte, este mandamiento habría
que interpretarlo en un contexto más amplio dentro de la Torá judía, pues la
Ley, contenía varios preceptos similares que condenaban la crueldad hacia los
animales y que no se podía atentar contra el orden natural de las cosas. Por
ejemplo, no se podía sacrificar un animal que no hubiera estado por lo menos
siete días con la madre (Levítico cap. 22 vers.27), o degollar a un animal y
su cría el mismo día (vers. Siguiente). Por
lo tanto, la Ley no se puede ver sólo como una serie de mandatos y
prohibiciones, sino que trata de inculcar una elevada sensibilidad moral en el
hombre.
Volviendo a Frazer, la interpretación que
hace de este asunto está en concordancia directa con los principios de la
magia simpatética, que establece en una obra anterior a la mencionada y que se
llama La rama dorada. En ella afirma, que algo que ha estado en contacto
con un objeto, animal o persona, aunque se separe, sigue teniendo una relación
“simpática” con él. Aplicando este principio al tema que nos ocupa,
concluiríamos que si un cabrito se cuece en leche de su madre, o de otro animal
cualquiera, pondríamos en peligro la vida de ese ejemplar, que se vería
afectado en sus entrañas, sería como hervir la leche en sus propias ubres.
Luego la leche no se debe de hervir, porque pondría en peligro al animal del
que la hemos obtenido y, por ende, a todos los habitantes de la comunidad, sobre
todo si se trata de una sociedad cuyo principal recurso sea la ganadería. El
daño de esta conducta aún sería peor que el robo o el asesinato, pues por
grave que sea, sólo afectaría al implicado y no a toda la población. Esto explicaría
para J.G. Frazer el hecho, de que, antes que se prohibiese el robo o el
asesinato, se legislara sobre la imprudencia que suponía, más que cocer el
cabrito en la leche de su madre, el hecho mismo de cocer la leche, por el
riesgo que esta acción constituiría para todos. Para entender esta aseveración,
hay que tener presente que este autor defiende la idea de que el hombre antiguo creyó en la magia, antes
de hacerlo en la religión, ya que ésta se impondría cuando nuestros antepasados
empezaron a darse cuenta de que la magia no funcionaba y no les solucionaba sus
problemas, fue entonces cuando se hizo religioso y descartó, poco a poco,
sus creencias mágicas, que aún hoy perduran. Lógicamente, Frazer llegó a estas
conclusiones desde una posición atea.
El lector, si lo desea, puede optar por la
posición de que el mandato divino de no cocer el cabrito en la leche materna,
lo que trata en el fondo es de cambiar el espíritu del hombre convirtiéndolo
en un ser misericordioso, ese sería el plan
de Dios, o bien evitar que el pueblo elegido se contagie de una práctica mágica llevada a cabo por una sociedad pagana. ¿O ambas cosas a la vez son posibles?
Ustedes mismos.
R.R.C.